Foto de Borja Ramos - Peluquería Háptica, Bilbao

Foto © Germán Jauregui


Penetrar en la forma y el silencio Borja Ramos


Raras y preciosas, aquellas ocasiones en las que el coreógrafo habla en términos musicales, para así ponerte las cosas fáciles. Habitualmente, cuando te cuenta alguna idea gesticula, extiende los brazos, te baila por un instante en medio del bar, o quizá permanece inmóvil y enigmáticamente callado; otras veces te narra historias que comprendes sólo a retazos.


Tú le miras con rostro esforzado, pues deberías saber interpretar qué demonios ha querido decir con todo aquello, para después transcribirlo de algún modo y devolvérselo convertido en algunos sonidos organizados. El coreógrafo suele escuchar tu trabajo con todo su cuerpo antes que con el oído —que es justo al revés de lo que normalmente hacemos los músicos, que con frecuencia tenemos el cuerpo bastante sordo—. Dulcemente condenados a no entendernos demasiado bien con las palabras, rápidamente sentimos que hemos de pasar a la acción sobre el escenario.

Allí podemos apreciar cómo en ocasiones, más importante que lo que hace suele ser lo que no hace, lo que no alcanza con sus gestos porque toca ya con ellos el techo que llama a tu trabajo. Contemplarle en un rincón de la sala de ensayos construyendo su material absorto y concentrado, o asistir a sus silencios de recogimiento, es a veces más aclaratorio que muchas horas de charla bien intencionada: el carácter de su movimiento y su presencia física son la raíz sobre la que se levanta nuestro trabajo.

Porque el bailarín, en momentos preciosos, emana algo que ni él mismo conoce pero que es capaz de convocar; un pájaro extraño que pasa a través de él, y que el músico tiene el deber de hacer aparecer. Si no es así, lo mejor es dejarle hacer en silencio y seguir mirándolo ensimismado.

A cada segundo que se avanza en común, al ir desarrollando los detalles, nos topamos con mil giros y matices que pueden llevar el trabajo de ambos a otros lugares mucho más lejanos y sutiles que los propuestos en un principio. Son lugares que no están ni en la danza ni en la música, sino en la percepción común de ambas, en el modo en que se entrelazan para construir forma y silencio, penetrando en sus propios mecanismos como en una naranja fresca.

Porque en esencia no hay tema posible; es decir, el único tema para mí, es la danza y la música en sí, el resultado de un proceso que ocurre en/entre los artistas y que se alimenta de todo tipo de estímulos e informaciones que van estratificando en ellos. Este tema es el tema de la vida y de cómo la afrontamos, de cómo asumimos los cambios, cómo decidimos correr en algunas ocasiones o quedarnos a contemplar algo, de cómo absorbemos los problemas o miramos a otro lado, cómo hacemos de algo casual algo fundamental o no, o de cómo volvemos a un sitio que nos gustó, aunque ya no seamos los mismos. Y, en definitiva, de cómo afrontamos todo lo que nos sale al paso en un transcurrir que no podemos detener.

Todo son decisiones, y estas decisiones son nuestros verdaderos materiales, aquellos con los que vamos componiendo nuestro trabajo para darle así una cierta estructura a la muerte.